domingo, 29 de septiembre de 2013

Rickshaw: sobrevivir a golpe de pedal



En muchos lugares de la India ya están motorizados, pero en Varanasi, en Amritsar o en Jaipur, por ejemplo, todavía abundan. Realmente algo te amarga las tripas al coger un rickshaw de los de verdad, de los de tracción animal, de los que  mueven las piernas de un tipo harapiento y escuálido que no se atreve ni a mirarte a la cara. Los empujan a golpe de pedal los más desfavorecidos, esos intocables que resultan invisibles a los ojos de otras castas. Para estos hombres el rickshaw no solamente es su actividad, su medio de vida, su trabajo, su sustento, en muchos casos esa bicicleta vieja y destartalada es su único hogar. En ella pasan el día, en ella comen y en ella duermen. Están permanentemente a la espera de que alguien les compre el esfuerzo inhumano por unas pocas rupias. 



Puede parecer muy “typical” pero es verdaderamente humillante observar desde la altura del sillón privilegiado cómo el hombre se retuerce, cómo se muere sobre el pedal, cómo se le revientan los gemelos para conseguir mover el peso del vehículo con dos, tres o cuatro pasajeros cuando el camino se empina y cómo se baja con habilidad felina para continuar la carrera impulsando el triciclo con las manos cuando ya las piernas no son capaces de seguir un paso más.



En Varanasi cogimos rickshaws. Nosotros sí los vemos, nosotros si vamos con el corazón encogido observando el esfuerzo titánico que realizan, nosotros no podemos evitar ser conscientes de cómo culebrea, cómo se le empapa la espalda, cómo traga saliva, cómo se le rompen a cachos los riñones. Hay que refugiarse para vivir este dolor, justificarse para servirse de ellos, para utilizarlos. Y una razón de peso es tener la oportunidad de darles unas monedas, ser conscientes de que nuestro abuso les va a permitir comer otro día. Algunos lo tienen muy difícil. Los años no perdonan. La gente rechaza a los mayores porque, como los animales viejos, ya no valen para hacer el trabajo que hacían. Pero ellos no cejan. Se colocan en las zonas sin desniveles esperando que alguien despistado no se fije en sus canas y les contrate. Si fallan el cliente les insultará y no tendrán derecho ni a una moneda. Si ganan será una carrera robada que le permitirá comer un día más. Y así hasta el final. Muchos de ellos morirán en el rickshaw.





viernes, 20 de septiembre de 2013

Benarés, un bullicio sagrado que aturde





Varanasi (Benarés) es uno de los puntos críticos de la India. Difícil de describir pero impactante como ningún otro, es el lugar de la fe, la antesala del paraíso, una de las siete ciudades sagradas del hinduísmo y posiblemente una de las más antiguas del mundo. Aquí, además, llegó Buda hace 25 siglos. Después, múltiples invasiones musulmanas arrasaron una y otra vez los templos sagrados para imponer sus mezquitas. Aquí, en el siglo XV, Tulsi Das tradujo el Ramayana del sánscrito al hindi, lo que se considera el renacimiento de la cultura hindú. Aquí, miles de peregrinos llegan durante todo el año para realizar sus ritos de purificación que les permitirán alcanzar el paraíso y para entregar sus ofrendas al dios sol. Muchos de ellos son personas moribundas que pasan sus últimos días en las escalinatas de mármol a orillas del Ganges (gaths), deseando que les llegue la muerte en la ciudad santa para poder romper el ciclo de las reencarnaciones y ascender al cielo.











Benarés fascina y aturde. Benarés es una ciudad desbordada, rebosante de peregrinos esperanzados, quimérica, excesiva, repleta de emociones y totalmente inabarcable para el que no la vive de cerca. Varanasi le queda grande a todo el que es ajeno. Un bullicio sagrado permanente, un paraíso complicado de compartir y unas callejuelas laberínticas y alocadas proporcionan a "la ciudad de la luz" ese magnetismo feroz que la caracteriza y a la vez la hace extraña para el intruso. Intensamente cargadas de mendigos y de brahmanes, de ofrendas y de moribundos, con olores intensos a dioses, a carne quemada, a templos, a altares y a excrementos de vaca sagrada, las místicas orillas del Ganges paralizan sin compasión al visitante, al tiempo que esperan pacientes el momento para acoger en su lecho eterno las cenizas infinitas de la muerte y darles vida. 





domingo, 15 de septiembre de 2013

Taj Mahal, el aroma de lo divino


Es innegable que mucha gente se siente especialmente atraída por conocer los sitios de mucho renombre, por estar junto a lo más destacado, visitar los lugares más famosos, palpar los iconos, acceder a la crème de la crème, tocar la maravilla, abrazar a los dioses.

Particularmente siempre he preferido la belleza de lo sencillo, me atrae lo de a pie, el encanto de lo normal, lo especial de todos los días, la singularidad de lo del montón. Lo cual no quiere decir que no admire lo extraordinario.

Por otra parte, es cierto que nadie tiene valor de volver de India sin visitar en la ciudad de Agra ese lugar mítico, singular, archiconocido y legendario llamado Taj Mahal. Este mausoleo tan especial está considerado una de las siete maravillas del mundo moderno y catalogado como Patrimonio de la Humanidad. Yo no podía ser menos.
A pesar de haber atravesado la puerta de acceso al monumento más visitado del planeta con cierta dosis de escepticismo, no niego que en unos segundos me sentí impresionado y tengo que reconocer, después de haber experimentado una sensación de plenitud al pararme ante el impresionante mausoleo, que realmente hay algo que irradia el Taj Mahal y que contagia a los visitantes. Hay fuerzas ocultas. El lugar emana un flujo invisible que deja aturdido a todo el que entra en su radio de acción. Algo hace que el mero hecho de situarse frente a este monumento legendario conmocione al observador. Sin tener en cuenta para nada la trágica, morbosa y hermosa historia de amor que acompaña al espacio, es difícil no sentir una especie de escalofrío ante esta joya arquitectónica de mármol blanco.

Desde que entras al complejo te embelesa el perfil sublime del monumento, sientes una irresistible tentación de caminar a toda prisa bordeando el estanque central para llegar al edificio principal y tocar con los dedos la piedra magnética, ese mármol blanco que dicen cambia de color con la luz del sol y del que no has podido desviar la mirada desde que has entrado al recinto. Y así lo haces. Y a partir de ahí te sientes impregnado del aroma de lo divino.

Se sabe que el Taj Mahal tardó más de 20 años en construirse y que es un regalo póstumo de un emperador mogol (Shah Jahan) a su mujer preferida (Mumtaz Mahal), a la que prometió en su lecho de muerte construir un monumento en su honor que no pudiese ser igualado en el mundo. Ciertamente el enamorado se empeñó en cumplir su promesa y consiguió construir un mausoleo espectacular para su esposa del alma a orillas del sagrado río Yamuna. Se da por verdad que el emperador mandó asesinar a la prometida del arquitecto más célebre del imperio para que así éste pudiera tener una medida auténtica de su dolor. También se da por cierto que el emperador, tras acabar la obra, ordenó cortar las manos y cegar a todos los trabajadores que habían intervenido en el proyecto para que así no pudiesen repetir nada semejante. Éstas y otras leyendas mantienen vivo el mito de la más bella historia de amor jamás contada, aunque existen serias dudas de que hayan sucedido tal como se cuentan. Que no hubiera sido así no resta un ápice de belleza al majestuoso complejo.