Nos hemos puesto en funcionamiento a las 5 de la mañana para estar en
Barajas a las 7. Nos espera un viaje interesante. Al menos tenemos el
convencimiento de que puede llegar a serlo.
Tanto Teresa como yo hemos dormido muy poco pero las expectativas compensan el
esfuerzo. Yo he tardado mucho en decidirme porque voy otra vez a Benín en
agosto, pero al final he decidido irme también a la India. El autobús va dejando
atrás a buen ritmo la avenida de América, camino del aeropuerto, en un Madrid
que, a esas horas, a los dos se nos antoja agradable sin la amenaza agobiante
del tráfico habitual. Nos hemos sentado ocupando los primeros asientos del lado
izquierdo en el autobús, justo detrás del conductor. El color abrasador del tempranero
disco solar anuncia sin lugar a dudas las malsanas intenciones del astro rey.
No ha hecho más que insinuarse en el horizonte y ya se aprecia su interés en
emplearse a fondo.
Todavía no son las siete de la mañana y ya una especie de
euforia madrugadora flota en medio de
nuestra conversación. Pensamos en la India que nos espera. Teresa rememora con envidiable precisión sus primeras
lecturas infantiles en la escuela de su pueblo y pone en evidencia las
dificultades que su excesivo pudor le ha planteado al tener que pedirle permiso
a su directora para poder iniciar un día antes de sus vacaciones oficiales este
viaje a la India con el que hacía tiempo soñaba. Yo le hablo de las
expectativas gráficas que he depositado en el viaje. Casi sin querer el autobús
se detiene en la parada del aeropuerto. Tan enfrascados estamos en la
conversación ni siquiera nos hemos enterado. Descienden algunos pasajeros. El
trasiego interrumpe momentáneamente la animada charla. Delante de nosotros el
corpulento hombre uniformado observa atentamente los movimientos de los
viajeros, esperando poder reanudar la marcha. Con la cabeza girada hacia atrás
y la vista clavada en la puerta por la que desciende la gente no se percata de
que el autobús comienza a moverse. Nos quedamos de piedra. No se entera.
Avanzamos a velocidad moderada pero la trayectoria nos lleva inexorablemente
contra otro autocar aparcado delante de nosotros. Y lo peor era que el hombre
sigue sin enterarse. Ciertamente el impacto no se presume brutal ni tampoco
inmediato. Aún queda un pequeño margen de maniobra pero es imposible que el hombre,
volteado de espaldas al sentido de la marcha, tenga tiempo suficiente para
percatarse y salir airoso de la situación. Teresa no puede evitarlo. Un imperativo
“¡Eh! ¡Oiga! ¡usted! sale con potencia
de su garganta, a la vez que clava desafiante e inquisitiva su mirada en el
chofer. El tipo, que en ningún momento hace amago de girarse para mirar hacia
la carretera, parece no entender nada. Se levanta de su asiento
despreocupándose totalmente de la carretera mientras el autobús sigue inmutable
su fatídica marcha. Al incorporarse para dirigirse hacia nosotros descubrimos con sorpresa sentado detrás de él al verdadero conductor del autobús, al que tapaba totalmente con su cuerpo cuando estaba
sentado. Dígame, señora, ¿le puedo
ayudar en algo? –dice el hombre con cara de circunstancias, sin saber cómo interpretar la
intervención de Teresa.
Ella no sabe dónde esconderse tras la metedura de pata. Se nota perfectamente cómo un rubor ingobernable colorea sus mejillas. Traga saliva y respira tan hondo como puede. Los siguientes dos eternos segundos de silencio son suficientes para permitirle salir airosa del envite.
- No, perdone, era solamente para preguntarle si la parada de la T2 es ésta o la siguiente.
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