domingo, 15 de septiembre de 2013

Taj Mahal, el aroma de lo divino


Es innegable que mucha gente se siente especialmente atraída por conocer los sitios de mucho renombre, por estar junto a lo más destacado, visitar los lugares más famosos, palpar los iconos, acceder a la crème de la crème, tocar la maravilla, abrazar a los dioses.

Particularmente siempre he preferido la belleza de lo sencillo, me atrae lo de a pie, el encanto de lo normal, lo especial de todos los días, la singularidad de lo del montón. Lo cual no quiere decir que no admire lo extraordinario.

Por otra parte, es cierto que nadie tiene valor de volver de India sin visitar en la ciudad de Agra ese lugar mítico, singular, archiconocido y legendario llamado Taj Mahal. Este mausoleo tan especial está considerado una de las siete maravillas del mundo moderno y catalogado como Patrimonio de la Humanidad. Yo no podía ser menos.
A pesar de haber atravesado la puerta de acceso al monumento más visitado del planeta con cierta dosis de escepticismo, no niego que en unos segundos me sentí impresionado y tengo que reconocer, después de haber experimentado una sensación de plenitud al pararme ante el impresionante mausoleo, que realmente hay algo que irradia el Taj Mahal y que contagia a los visitantes. Hay fuerzas ocultas. El lugar emana un flujo invisible que deja aturdido a todo el que entra en su radio de acción. Algo hace que el mero hecho de situarse frente a este monumento legendario conmocione al observador. Sin tener en cuenta para nada la trágica, morbosa y hermosa historia de amor que acompaña al espacio, es difícil no sentir una especie de escalofrío ante esta joya arquitectónica de mármol blanco.

Desde que entras al complejo te embelesa el perfil sublime del monumento, sientes una irresistible tentación de caminar a toda prisa bordeando el estanque central para llegar al edificio principal y tocar con los dedos la piedra magnética, ese mármol blanco que dicen cambia de color con la luz del sol y del que no has podido desviar la mirada desde que has entrado al recinto. Y así lo haces. Y a partir de ahí te sientes impregnado del aroma de lo divino.

Se sabe que el Taj Mahal tardó más de 20 años en construirse y que es un regalo póstumo de un emperador mogol (Shah Jahan) a su mujer preferida (Mumtaz Mahal), a la que prometió en su lecho de muerte construir un monumento en su honor que no pudiese ser igualado en el mundo. Ciertamente el enamorado se empeñó en cumplir su promesa y consiguió construir un mausoleo espectacular para su esposa del alma a orillas del sagrado río Yamuna. Se da por verdad que el emperador mandó asesinar a la prometida del arquitecto más célebre del imperio para que así éste pudiera tener una medida auténtica de su dolor. También se da por cierto que el emperador, tras acabar la obra, ordenó cortar las manos y cegar a todos los trabajadores que habían intervenido en el proyecto para que así no pudiesen repetir nada semejante. Éstas y otras leyendas mantienen vivo el mito de la más bella historia de amor jamás contada, aunque existen serias dudas de que hayan sucedido tal como se cuentan. Que no hubiera sido así no resta un ápice de belleza al majestuoso complejo.


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